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¿Y si Dios no me concede lo que le pido?

Personas espirituales pero no religiosas, más propensas a la depresión

© Corinne MERCIER/CIRIC

Carlos Padilla Esteban - publicado el 03/02/16

¿Soy capaz de abrirme a descubrir a Jesús de otra forma, en otros caminos que hasta hoy no conocía?

Pienso que cada hombre tiene un alma eterna capaz de sorprenderme siempre de nuevo. Es un reflejo del cielo que no abarco. Y quizás, por mis prejuicios, puedo perderme lo que esa persona me puede ofrecer si yo me abro. Porque a veces creo que lo conozco ya y no hay nada nuevo por conocer.

Eso es lo que le sucedió en Nazaret a Jesús. Comienza su cruz ese mismo día. Treinta años con sus amigos y familiares, perdiendo la vida, entregando su tiempo, amando y dejándose amar. Y ahora, cuando vuelve con los suyos, cuando sabe ya quién es en lo más profundo y se lo dice a los que ama. Ellos, sus amigos y familiares, dudan de Él. Desconfían de Él. Y se enfurecen con sus palabras.

Pero quizás yo no soy tan distinto a ellos. Tengo una idea preconcebida de Jesús, de María, de Dios. Tengo expectativas, una esperanza grabada en el alma, una forma de ser de Dios que espero que se dé en mi vida.

Y me digo en el corazón: “Si Dios es tan bueno y justo, si Dios es tan misericordioso, si Dios lo puede todo… ¿Por qué ha ocurrido esto?”. Y me enfado con Dios y me gustaría despeñarlo por un barranco.

Es la reacción de muchas personas piadosas, religiosas, que, ante las dificultades de la vida, parecen perder la fe. Una fe débil, demasiado frágil e infantil, que no resiste la frustración.

Yo mismo tengo en mi alma una idea de Dios. Esa idea que me he hecho desde siempre, por mi historia, por la formación que he recibido, por el ejemplo de mi familia. La he vivido en casa, en el colegio de pequeño y luego ya de mayor.

A veces creo que me lo sé todo y que mi idea de Dios es la verdadera, la única correcta. Intento encasillarlo en mis criterios tan humanos. Lo reduzco, lo limito.

Una persona me comentaba: “Yo quiero mucho a María, me concede todo lo que le pido”. Me llamó la atención. ¿Y si dejara de ocurrir? ¿Y si de repente lo que le pido no se cumple? ¿Y si rezando yo y muchos por lo mismo no conseguimos evitar lo que tememos?

Creo que a veces encasillamos a Dios. Lo convertimos en un Dios que me concede deseos y hace milagros. Y mi amor, claro, está condicionado a que lo siga haciendo. Por eso me cuesta entonces que siga caminos diferentes a los que yo deseo y que la injusticia que no quiero se haga realidad. ¡Qué frágil es a veces el amor a Dios!

Hoy me pregunto si soy capaz de abrirme a descubrir a Jesús de otra forma, en otros caminos que hasta hoy no conocía.

Me pregunto si soy capaz de volver a empezar, de volverme a enamorar de Jesús hasta lo más hondo. De aprender nuevas formas de oración y no pensar que las mías son las únicas, las verdaderas, las válidas. De aceptar otros carismas en su belleza, abriéndome a lo que me puedan enseñar, sin obsesionarme con sólo vivir mis formas, a mi manera, según mi criterio.

¡Cuánto nos cuesta aceptar lo nuevo, enriquecernos y alegrarnos con la vida ajena!

Hoy me pregunto. ¿Quién es Jesús para mí? ¿Ha cambiado mi imagen de Él a lo largo de los años? ¿Me dejo sorprender por Él en medio del camino? ¿Qué he descubierto de Él últimamente? ¿O mi fe es la misma desde que era un niño?

Me gustaría estar siempre abierto a Él. A lo que Él me quiera contar de su vida, de su misterio. Una persona rezaba: “Yo quiero seguirte. Ir donde vayas. No quedarme en mis esquemas, en mis ideas. Mi vida está a tu lado. Te pido que me enseñes a darme como Tú. Que una y otra vez me digas al oído que soy amado por ti, para poder entregarte mi corazón”.

Así me gustaría seguir a Jesús siempre. Sin miedo a la opinión de demás. Quiero dejarlo todo por Él. Incluso mi pequeño esquema en el que le he metido.

Ojalá pueda volver a empezar siempre que Él llegue a mi pueblo, a mi historia, y lea en el libro de mi vida. Y yo le escuche sin turbarme ante el rechazo. Sabiendo que Él camina a mi lado.

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